domingo, 18 de enero de 2009

Lucio Urtubia: La revolución por el tejado...

Francisco Rodríguez de Lecea, autor del prólogo, define el libro como inclasificable: memorias libres, novela barojiana que habría podido llamarse Urtubia el aventurero o incluso un manual de autoayuda. También es la apasionante crónica interna de una guerra desigual conducida por un auténtico heredero de Robin Hood, de los mil domicilios y escondites parisinos de Lucio, para expropiar a los poderes económicos y repartir el botín entre los necesitados. Pero es sobre todo un documento vivo que arroja luz histórica sobre una época y una geografía concreta que desgrana una vida singular "en sus muchas vidas". Ser libre es para Lucio desobedecer sin complejos a un poder arbitrario, conquistar la independencia por medio de un oficio, mantener la solidaridad con los desheredados, compartir las riquezas que la vida pone en nuestras manos. Esa libertad interior no es conquista fácil y Lucio parece haberla alcanzado. En estás, sus memorias, explica paso a paso como lo ha conseguido. Bienvenido a su secreto, bienvenido a la utopía.



Txalaparta Género: Autobiografía Idioma: castellano Colección: Orreaga Nº de pág: 330 Edición: 1 ISBN: 987-84-8136-532-0

PRESENTACIÓN MI VIDA SON MUCHAS VIDAS
Haré todos mis posibles para transmitir y explicar mi vida, una vida larga y llena de otras vidas compartidas con muchas otras personas. Todo ese proceso ha ido poco a poco haciendo de mí lo que soy, humildemente: un feliz hombre descontento. Mis muchas vidas están llenas de aventuras y de una gran cantidad de trabajos y esfuerzos físicos y mentales que me han permitido apreciar a fondo los placeres pequeños y los mayores, y darles todo el profundo valor que tienen para nuestro vivir.
Esto me lleva a analizar mi comportamiento a lo largo de la vida, y muy especialmente mis acciones, unas inesperadas y otras meditadas. ¿Por qué digo inesperadas? Porque te salen al paso y las encuentras inesperadamente, y cuando las realizas tienen un resultado también inesperado: locuras, milagros, utopías, todo ello inexplicable, pero muy cierto y muy real. No guardo rencor a nadie por las detenciones y encarcelamientos que he sufrido desde mi niñez, y suelo decirme que también esos contratiempos han hecho de mí lo que soy. Si hubiera odio dentro de mí, no me soportaría. Mis fundamentos están en mi propia experiencia, pero también en todo lo que me rodea y me ha rodeado: aquello que vive a nuestro lado y nos hace vivir.
El valor de la utopía Somos como un motor que funciona con gasolina; si ésta falta, no anda. Las utopías nos son indispensables, hoy más que ayer. Para avanzar, debemos descartar todo aquello que nos hace acomodarnos a lo que ya somos; buscar lo distinto, lo que no es igual. Vivir sin buscar lo nuevo, lo distinto, produce cansancio; nada de lo que te propones tiene valor. Tal vez lo tenga para otros, no para mí. Vivir de ese modo es parecido a lo que nos ofrece el cine: cuando lo vemos parece la verdad, pero no lo es. La verdad hemos de buscarla fuera del cine. La verdad utópica nos parece a primera vista increíble, pero existe y es posible vivirla. ¿Cómo haremos para conseguir que la vea la gente que es ciega y no ve? Qué hermosura ver, para el que ha estado muchísimos años ciego. La paciencia forma parte de la inteligencia, pero es necesario tenerla y practicarla, aun sin andar. No por correr llegas antes, y si te paras no andas, y si no andas no llegas. Aun sin correr, a veces llegas. Nada puede darse por sentado y nada es seguro. La vida es así, no debes parar nunca, si lo haces todo se acaba. Todo lo que hacemos en la vida es necesario, forma parte de un engranaje que nos permite rodar y avanzar más allá. ¿Cuándo tenemos razón? Si hoy no, mañana. Nunca tenemos razón al cien por cien, y eso es algo que deberíamos saber siempre.
La suerte de ser pobre Yo me digo que mi suerte fue el ser pobre. Si no hubiera sido así, ¿dónde estaría mi libertad y cuál sería la de los otros? Yo afirmo mi libertad, creo en mi libertad, porque en ella hay una lucha para ir más allá de mí mismo. Todo es lucha, sin ella no se puede llegar a ninguna parte. Y peor para los que cuando nacen ya han llegado, a ellos no les queda nada por hacer, por descubrir. Los que han llegado no tienen nada que probar, ya son; esa es su desgracia. Mientras que quienes queremos ir más allá, descubrir nuevos horizontes, nos vemos obligados a buscar en nuestro interior algo que no sabíamos que estaba allí, la fuerza, el empuje para avanzar, para recuperarnos o para empezar a ser de nuevo. Tenemos que desear y sufrir, o resignarnos a continuar sin ser. Mi suerte y mi riqueza están en lo que me ha faltado, en ese continuo querer llegar, o querer ser, simplemente. Para ser, hay que pagar. ¿Dónde podemos obtener lo necesario para pagar el precio de ser? En nosotros mismos, en nuestra convicción y determinación. Nada es quien no posee esa convicción necesaria, ni en sí mismo ni en sus posibilidades para avanzar y progresar en la vida, sin dejar nunca que ella le desborde.
Ser con todos Cuando reclamo a los míos, a los de mi clase, que se atrevan a ser, es porque ellos poseen lo necesario, lo indispensable para avanzar. De nada sirven esas potencialidades si duermen eternamente. De nada sirven todas las riquezas, si están inutilizadas. Si queremos ser, seremos con todos, con todo el mundo, o no seremos. No es posible ser uno si falta la mitad. Es una falta de respeto a los demás el no seguir empujando conjuntamente. La progresión no puede venir sino de aquellos que han recibido de la vida lo necesario para aportar soluciones. De donde no hay no se puede sacar, si no hay, no se puede dar. Es verdad que nuestra vida ha mejorado mucho, pero al mismo tiempo hemos contribuido al hundimiento de otros países y continentes. Eso es algo que no nos ha causado, en ciertos momentos del pasado, ningún remordimiento. El mundo era así, robar a los países pobres formaba parte de una lógica. La lógica del capitalismo internacional, desde luego, pero yo pienso que también jugó un papel importantísimo otra concepción, el nacionalismo, mejor dicho algunos nacionalismos, que impulsan a los países a sobresalir, a avanzar, aunque sea por el procedimiento de hundir a otros. Todos conocemos a individuos que son diferentes, se comportan bien y decimos de ellos: es una buena persona. La balanza se inclina en su caso del lado de lo positivo, lo bueno. Colectivamente, el ser humano en general hay veces que se comporta bien y de forma inteligente, pero otras muchas no. Incluso quien se comporta bien como individuo, en el plano colectivo puede apoyar comportamientos insolidarios, contrarios a su forma de actuar de cada día. El egoísmo de las naciones es una idea nefasta, sostenida por gentes de buena fe; pero hemos de saber que sólo avanzaremos de verdad cuando avancemos todos juntos, países ricos con países pobres.
Mi forma de pensar Quiero precisar más mi forma de pensar. En tanto que libertario, las ideas de contestación me parecen necesarias para el progreso de nuestra inteligencia; ellas representan la honradez en el saber, y un comportamiento no corrompido. Todo eso y mucho más. El pensamiento libertario es necesario, tenemos la suerte de contar con él. Tenemos a nuestra disposición riquezas inmensas, y hemos de saber cómo las utilizamos. Todo depende de cómo lo hagamos. El tener es una cosa indispensable, pero de nada sirve si no se utiliza bien lo que se posee, si no sabemos utilizarlo. Como individuo, defiendo mi propia forma de ser. Cuando formamos parte de una organización cambiamos, ya no somos los mismos. Sería muy importante saber por qué las gentes se adhieren a ciertas organizaciones o partidos, incluidas las religiones. Yo creo que la primera idea fija del ser es la de hacer el bien al prójimo. Esta solidaridad es buenísima para cada uno, por serlo también para todos. Al dar recibes, y mi experiencia me lo ha confirmado. Sin embargo, el formar parte de una organización que se dice seria, en mí no cuaja, no me va. Mil veces he observado que la gente que no hace nada, ni da nada, es la más presente en todo para los cargos. La historia nos prueba, particularmente en Francia, que no es necesario ser inteligente para ser presidente. Somos lo poco que cada uno somos, nada comprendemos y nada podemos explicar. Lo único que poseemos es algo interior, llamémoslo coraje o ignorancia. Ese algo nos hace ser y creer que somos. Todo se mueve, la Tierra avanza, y los individuos y las clases sociales, también. Pero unos avanzan en la dirección del progreso, y los otros en la dirección contraria: retroceden. Contrariamente a un dicho muy extendido, no siempre cosecha uno lo que siembra. Esto me lo ha enseñado la experiencia vivida, pero en definitiva, después de haber tenido detrás a miles de agentes represivos que me buscaban «por tierra, mar y aire», según la expresión de cierto policía muy importante y conocido, veo justificados todos los esfuerzos y penalidades pasadas hasta el día de hoy. Quizá mi vida viene a ser una muy modesta prueba de que las ideas libertarias están vivas y hacen vivir. Tal vez ocurre que, para apreciar mejor la vida, es necesario lo contrario, el sufrimiento, el mal vivir. Las únicas seguridades que nos da la vida son las de que nos falta lo necesario. A mí me faltó comida, vestido, y sobre todo la escuela, tan indispensable. Sabíamos que todo lo que no teníamos existía, que estaba a la disposición de otros. ¿Por qué, cuando somos tantos habitantes en el mundo, no producimos y distribuimos lo necesario, lo suficiente, para todos? Mi vida no me pertenece sólo a mí Yo no puedo ni quiero hacer creer a nadie que todo lo que hice lo hice solo. Nunca estuve solo, siempre hubo mucha gente a mi lado, trabajando y ayudando. Por eso insisto en afirmar que nada de mi vida, de lo que he vivido, es mío ni me pertenece en exclusiva. Pertenece a todos, y muy particularmente a mis amigos los libertarios, y a los trabajadores, que han acumulado a través del trabajo el saber indispensable para crear y hacer. Nada me pertenece a mí solo, todo nos pertenece a todos nosotros. Y como se puede comprobar al leerme, fui muy poco a la escuela, y por esa razón no tuve la ocasión, ni de saber más, ni de ser otro. Y esta ceguera tal vez me ha hecho conservar una ignorancia que me fue necesaria para realizar ciertas acciones. Esa es mi justificación personal, pero estoy convencido de que lo único que nos permite avanzar de verdad en la vida es la cultura y la educación, con todos los peros que podemos poner a la educación que se nos da. Puedo explicar lo que he hecho, pero no defenderlo. Todo lo que hice fue en función de la pobreza en que vivía y del deseo de superarla, para mí y para muchísimos otros como yo. Hasta hoy no creo haber tenido creencias religiosas, pero sí me he preguntado muchas veces ¿por qué? Y nada, ni nadie, me ha dado respuesta. Si hubiese sido muy espabilado, no me hubiese lanzado a las empresas que he creado, o en las que he participado. Todo eso me hace pensar en lo utópico, en los actos imposibles de explicar, pero que son realizados y vividos por los pobres. Los intelectuales se atreven muchas veces a explicar lo que yo califico de inexplicable, y eso me hace pensar que es muy poco lo que sabemos, y muy poco lo que debiéramos afirmar de no estar segurísimos de lo que hablamos. ¿Por qué lo digo? Porque nos dan miles de explicaciones distintas, y con miles de errores. Leo las cosas que explican de mí algunas personas importantes, y sé que no son ciertas; y si las explican dos, cada explicación es distinta de la otra, y cada una contiene errores distintos. De mis relaciones o amistades, las unas conseguidas a través de mi trabajo y las otras por mi comportamiento diario, quiero decir que todos me han ayudado y me han creído. Seguramente han tenido sus momentos de duda, o de ignorancia, pero ello no les ha impedido nunca creer en mí. La vida es corta, cortísima si se tiene en cuenta el tiempo que pasamos durmiendo. Hoy, a mis setenta y seis años, creo no tener envidia a nadie de nada. Deseo más justicia para todos, y más comprensión también. Saber que si das, también recibes. Si tuviese que empezar nuevamente mi vida, haría más o menos lo mismo que he hecho. Así pues, trataré de explicar mi vida, rica de otras vidas, rica de aventuras, de trabajos y de placeres; mis actos realizados con éxito, actos utópicos, inexplicables hasta cierto punto, a veces actos de locura, increíbles pero verdaderos; mis muchas detenciones y encarcelamientos, desde niño, por motivos a veces sin importancia, y mi lucha en contra de todos los sistemas establecidos, aunque se llamen socialistas.
PRIMERA PARTE DE DÓNDE VENGO Y QUIÉN SOY Mis abuelos Mi abuelo por parte de padre, Doroteo Urtubia, fue un campesino, fuerte en lo físico y gran trabajador en todo; recuerdo siempre sus manos de segador. Fue un fiel carlista, como se suele decir, de pura cepa, y transmitió sus ideas carlistas a sus tres hijos, Tomás, Amadeo y Bautista. El carlismo nunca fue revolucionario, pero sí defendía ciertos valores, entre ellos la separación e incluso la independencia de Castilla. La familia de los Urtubia se había distinguido ya siglos atrás como defensora de Navarra, cuando ésta se extendía casi hasta Burdeos, Burgos y Soria. Hay que tener en cuenta que, antes de que Francia y España existieran como tales naciones, ya existía el reino de Navarra, según los historiadores. Mi abuelo Doroteo era un hombre religioso, pero no fanático. Iba a misa todos los domingos y comulgaba una o dos veces al año. Tenía muchos amigos, y todos los domingos hacía sus meriendas con ellos en las tabernas. En aquel entonces, casi todos sus amigos eran de tendencia carlista, nadie se metía con nadie, y había un gran respeto por la Iglesia. Los amigos de mi abuelo eran todos trabajadores, algunos de ellos pequeños propietarios, y otros jornaleros o campesinos. En esas meriendas o reuniones no había ningún agricultor rico. La gente pudiente no se mezclaba con los trabajadores, con la gente más pobre. Recuerdo muy bien a mi abuelo Doroteo, pues al empezar la guerra civil fuimos la familia entera a vivir con él, a su casa, y mi abuelo demostró querer con locura a sus nietos. Ni mi tío Tomás ni mi tío Bautista tenían hijos, y que fuéramos a vivir con el abuelo ocasionó algunos recelos y enfados. Pero no se debe olvidar que tal vez el hecho de vivir con el abuelo pudo salvar las vidas de mi padre y de mi madre. Mi abuelo, sin meterse con nadie, continuó siendo carlista; los dos tíos y mi padre lo habían sido también, pero ahora eran socialistas, particularmente mi padre, segundo alcalde de Cascante después de haber sido secretario del sindicato de la UGT. Mi tío Bautista fue nombrado cabo de guardas en la República. Mi tío Tomás fue siempre apolítico. Por su parte, Claudio Jiménez, mi abuelo materno,era el administrador de una de las familias riquísimas de aquel entonces de Cascante, con una gran hacienda de tierras y casas, sólo en el pueblo, con una reata de mulas y caballos para laborear y hacer los trabajos agrícolas, un molino de aceite o trujal y una inmensa bodega. El dueño de aquellas propiedades se llamaba Martín Guelbenzu, pero mi abuelo y toda la familia de mi madre le llamaban Señor Amo. El Señor Amo, además de ser hacendado, se presentaba a la Diputación con la etiqueta de liberal. En la opinión común, la política liberal era más progresista que la de los carlistas, pero lo cierto es que, entre los unos y los otros, los dos bandos poseían la mayor parte de las riquezas del pueblo y todo era intocable. El reparto de la propiedad estaba prácticamente inmovilizado desde varios siglos atrás, y las pocas familias que poseían las haciendas estaban todas o casi todas emparentadas entre ellas. Mi abuelo Claudio solía ir a los pueblos cercanos, Corella, Fitero, Cintruénigo, Castejón y otros, con un caballo y un carro, y llevaba el dinero y la responsabilidad de comprar los votos para el candidato liberal, bien en dinero, bien en especies, un saco de alubias por ejemplo. Por eso en el pueblo y en la familia de mi madre muchas veces hablaban del abuelo Claudio como de un hombre honrado y ejemplo para todos. Mi abuelo Claudio tuvo dos hijos varones y a mi madre. Mi tío Elías era muy de derechas, y mi tío Santiago, republicano, pero los dos se criaron en el ambiente del Señor Amo. En aquel entonces los abuelos y los nietos vivíamos juntos, los abuelos nos transmitían la historia. El amor era el mismo de hoy en día pero los abuelos morían en casa junto a sus hijos e hijas. Hoy mueren abandonados de la familia en asilos y hospicios. Es preferible, y con más vida, la cárcel que el hospicio, lo digo por experiencia. Mi madre ¡Ay!, cómo me gustaría saber escribir bien, para expresar los elogios que merece mi madre Asunción Lo que voy a decir de ella en particular puede aplicarse también a muchas otras mujeres de entonces. Todas lo merecen, por todo lo que nos aportaron sin que en eso haya habido diferencia por la condición social, la riqueza o pobreza de cada una, y su capacidad de comprensión o inteligencia. ¿Cómo recuerdo a mi madre? Se había criado con don Martín Guelbenzu, su Señor Amo, y fue educada por mis abuelos, Claudio y María, en el respeto a lo establecido y sobre todo en el trabajo de la casa, donde sabía hacerlo todo: cocinar, coser, lavar, fregar y hacer la limpieza, y traer al mundo seis hijos y darles una educación, particularmente religiosa. Todo ello lo aprendió mi madre de muy jovencita, en buena parte a través de su poquísima escolarización en la escuela de las monjas. Así era en aquellos tiempos. Los niños y las niñas frecuentaban las escuelas sólo hasta los ocho o nueve años. Me refiero, claro está, a los niños pobres. Muchas enseñanzas eran transmitidas por los abuelos y abuelas. Nuestras madres, las mujeres de entonces, tuvieron la inteligencia de asimilar todo cuanto se les transmitía y la fuerza y el coraje necesarios para llevarlo a la práctica; y también supieron conservar el amor hacia sus padres ancianos. Desde muy niñas, eran ellas quienes se ocupaban de los abuelos. Cuando miro hacia atrás, cuando pienso en mi madre y en las mujeres de entonces, yo personalmente me siento muy pequeño. Mi físico no alcanza para poder hacer o soportar todos los esfuerzos durísimos que ellas hacían a diario, y creo que muchos preferiríamos terminar con nosotros mismos antes que soportar todo lo que padecieron nuestras madres. No sé por qué hemos callado sobre todo ello, que es un honor para nosotros. Si los varones nos hemos impuesto, no creo que haya sido por nuestro mayor saber o nuestra inteligencia, sino por la fuerza física, que es necesaria, pero nunca debe ser superior a la inteligencia y la resistencia que han demostrado las mujeres, nuestras madres. Hasta la sublevación militar, éramos cuatro hijos: Alfonso, Satur, Lucio y María. Mi hermana Ángeles nació en el mismo año 1936, y mi hermana Pili, años más tarde. En contacto con mi padre, mi madre adquirió una mayor confianza en ella misma, y ciertos valores. Mi padre había dejado de ser carlista hacía ya tiempo, debido en buena parte a la cárcel. Las cárceles de aquella época eran una escuela de anarquistas y de socialistas. Al estallar la guerra civil, mi familia sufrió los inconvenientes de que mi padre fuera el segundo alcalde, y mi madre vio cómo sus patronas, las hijas del Señor Amo, junto a las que había crecido, de la noche a la mañana vestían el uniforme de Falange, con el correaje y las flechas. Para ella fue un gran trauma ver a gentes que apreciaba y creía conocer bien, vestidas así de un día para otro. Se fue de la lengua y las insultó por haber cambiado sin más, y de ese modo llegó lo que tenía que llegar. Por medio de alguien, supo que los falangistas la buscaban; y es que en Cascante, como en toda la Ribera de Navarra, a las mujeres conocidas como republicanas, los falangistas les cortaban el pelo al rape y les obligaban a beber aceite de ricino. Las hacían desfilar por el centro del pueblo como en un encierro, hasta que el cólico hacía que no pudieran evitar hacer sus necesidades delante de toda la gente. Varias veces vinieron a buscarla, pero mi madre se agenció un escondite en la pocilga del cerdo y nunca pudieron encontrarla. Estaba entonces embarazada, ya muy avanzada, de mi hermana Ángeles, y cuando salió del escondite, se encontraba muy mal y jamás pudo curarse de los nervios. El temblor del brazo izquierdo le duró toda su vida, y no podía sostener ningún peso con esa mano. Fue entonces cuando nos fuimos todos a vivir con el abuelo Doroteo, en busca de una mayor protección. Mi madre dio a luz a mis dos hermanas pequeñas en aquella casa y empezó a ocuparse de los dos abuelos, Doroteo y María, y de la tía Gala, enferma. Los abuelos ayudaban en lo que podían, pero la tía no hacía más que rezar en voz alta las mismas oraciones durante horas y horas. Mi madre se levantaba a las seis de la mañana y encendía el hogar con sarmientos para preparar el puchero, que hervía durante horas y horas, y en el que echaba lo que buenamente podía para la comida de todos. También cosía la ropa de mis hermanas y los pantalones y camisas para los hombres, mi padre y nosotros. Algunas veces nos hizo zapatos. La mujer de entonces hacía milagros. Los esfuerzos de nuestras madres fueron increíbles, no se pueden explicar ni comprender, sin menospreciar a nadie. Creo que nos falta un buen trecho para llegar a igualar los méritos y el valor de aquellas mujeres. Nos hemos olvidado, o no hemos sabido en muchas ocasiones, decir nada o casi nada de las riquezas que atesoraban, de los esfuerzos diarios que hacían. Incluso iban a pie a pueblos lejanos en busca de unos kilos de alubias o de patatas, o de lo que pudiesen encontrar para dar a sus hijos. Hacían de todo, salvo pedir limosna. No quisiera olvidarme de decir que en nuestra tierra, desde varios años antes de 1936, la mujer también votaba en las elecciones. Había conquistado su derecho de voto como los hombres. La mujer francesa sólo obtuvo el derecho a votar en el año 1945, y sin embargo en Francia también había habido un Frente de izquierdas llamado Popular, pero éste, constituido por socialistas, comunistas y radicales, poco o nada hizo por la mujer. Sin pretender ser más que nadie, debemos reconocer que aquí había movimientos revolucionarios, y sobre todo una organización anarquista, la CNT, muy importante, y se transmitían sin cesar las ideas de emancipación. Aunque éramos pobres, y en la Ribera de Navarra en particular muy conservadores y religiosos, también había allí algunas fábricas, y eran muchas las gentes que pensaban y luchaban por las grandes ideas del progreso, el socialismo y el anarquismo. Podemos decir que entonces, en un Estado más pobre y menos industrializado que Francia, se pusieron en práctica ideas heredadas de allí, muy en particular las del sindicalismo revolucionario o anarcosindicalismo. Mi padre Mi padre Amadeo Urtubia, campesino y obrero de toda la vida, fue carlista hasta que salió de la cárcel. Trabajador y con un temperamento muy apasionado, se libró de hacer el servicio militar por tener los pies planos. Como la gente pobre de entonces, fue a la escuela y aprendió a leer y a escribir. Su vida cambió siendo mozo mayor de edad. Un Primero de Mayo, los liberales de Cascante hicieron una manifestación. Ese día, como sabemos, era el escogido para recordar a los mártires de 1886 en Chicago, o sea los anarquistas de entonces. La AIT proclamó el Primero de Mayo un día de lucha; nada que ver con la jornada festiva de hoy. También extendió en todo el mundo la reivindicación de no trabajar más de ocho horas, y dedicar otras ocho a la educación, y las restantes al descanso. Todos sabemos lo que son hoy los Estados Unidos, pero en esos años era un país que crecía a costa del sudor de los inmigrantes pobres que llegaban muertos de hambre desde todas las partes del mundo, de Europa en particular, para buscar allí una nueva vida con más oportunidades. En ese día señaladísimo para los trabajadores, mi padre, que no aceptaba nada venido de fuera de nuestra región, Navarra, y del carlismo, se manifestó en contra de los liberales con un arma en la mano; entró en la iglesia, empezó a tirar contra los liberales que se habían refugiado allí, y hubo varios heridos. Mi padre fue detenido, juzgado y encarcelado, y pasó bastante tiempo en las cárceles navarras. Al salir, ya había dejado de ser carlista. Las cárceles de entonces estaban repletas de presos anarquistas y socialistas, es decir, de las dos organizaciones que han hecho nuestra historia. Y muy particularmente los anarquistas, pues sabido de todos es el comportamiento que han tenido en ocasiones los dirigentes socialistas. Mi padre entró carlista en la cárcel, y salió de ella socialista. La mejor escuela revolucionaria de entonces era la cárcel. Todos los revolucionarios pasaban por ella. Al volver mi padre a Cascante, lo eligieron secretario local de la Unión General de Trabajadores. Así ocurría en aquella época: había que haber probado la cárcel para ser alguien. Años más tarde, mi padre fue elegido segundo alcalde, presentado por el Partido Socialista. El primer alcalde era el señor Romano, un buen hombre, pero no un revolucionario. Este hombre decentísimo, republicano, años después fue fusilado por los fascistas, con la complicidad de la Iglesia. Mi padre, como segundo alcalde, se empeñó en conseguir llevar el agua potable corriente a todas las casas del pueblo; esto me lo confirmaron más tarde gentes de derechas que tuvieron cargos en el ayuntamiento. No pudo realizar enteramente su sueño; años después el agua que llegaba al pueblo era aún insuficiente para el consumo, y había que ir por ella a Tudela o a Tarazona, con un carro y un burro o macho. También mi padre fue el responsable del reparto de las parcelas. Éstas pertenecían, según mi poco saber, a los montes comunales; las parcelas fueron repartidas, con igualdad de robadas de tierra, entre los campesinos pobres, para que individual o conjuntamente las cultivaran. Aquello fue un gran paso para beneficio de los pobres. Mi padre no quiso elegir parcela hasta que todo estuviera ya repartido, de modo que se quedó con la peor: la tierra era malísima, y nunca se pudo cultivar o producir nada. Un invierno de mucho frío, el Ayuntamiento organizó un rancho a base de patatas para los más necesitados. Mi padre era quien distribuía las raciones. Mi hermana Satur se acercó a ver qué pasaba, y mi padre se puso nervioso al verla y le dio una pequeña bofetada para que se marchase, porque pensó: «Yo soy el responsable de la distribución. Si la gente ve a mi hija aquí cerca, van a pensar que ha venido a buscar comida para casa y que me estoy aprovechando». Mi padre tenía ese orgullo, y como él, he conocido a montones. Pero lo cierto es que en los momentos en que mi padre distribuía el rancho para los otros, mi madre no tenía nada para darnos a nosotros. En otra ocasión, mi padre se enfrentó en la calle a sus amigos de izquierdas, que estaban muy excitados en contra de un cura llamado Don Victoriano, un mal hombre. Mi padre lo defendió, diciendo que no iba a tolerar ningún crimen y que estaba dispuesto a morir antes que consentir ciertas violencias. Ese mismo sacerdote, años más tarde, se levantaba temprano para borrar el nombre de mi padre de las listas previstas para el fusilamiento. También quiso mi padre proteger de incendios o fecho-rías un retablo dedicado a San Bernardo de Claraval, muy venerado y valioso, del siglo diecisiete, que había en la iglesia de Tulebras, pueblo pequeño próximo a Cascante. Mi padre requisó la imagen y la tuvo unos días encerrada bajo llave en el único lugar seguro que se le ocurrió, la cárcel. Pocos días después, cuando el peligro hubo pasado, devolvió el retablo a su lugar, pero el gesto fue mal entendido por la gente religiosa y de derechas. Se corrió la voz de que Urtubia había encarcelado a San Bernardo, y durante muchos años no sólo mi padre, sino toda nuestra familia, estuvimos mal vistos en Tulebras. Otra intervención sonada de mi padre ocurrió en un altercado entre la Guardia Civil y un grupo de gente de izquierdas. Mi padre no tuvo miedo, desafió a los guardias civiles y les dijo: «Si tienen cojones, hagan conmigo lo que han hecho en Arnedo y en Casas Viejas». Parece que eso hizo reflexionar a los guardias civiles, y los ánimos se apaciguaron. Durante la guerra impusieron trabajos forzados a mi abuelo, a mi padre y a mi hermano Alfonso que era aún un chaval, y en casa no teníamos nada de nada, pero aquel era un castigo preferible a la cárcel, o a ir al frente. Mi padre tuvo que ir al frente, a segar en medio de los republicanos de un lado, y los falangistas del otro. Eso significaba segar entre las balas. En el pueblo, durante mucho tiempo lo obligaron a trabajar gratuitamente para gentes de derechas que tenían a hijos o familiares en el frente. Esa situación duró varios años. Así era mi padre, y esa era nuestra situación, de la que pudimos salir todos gracias al amor y a la moral que supieron darnos los abuelos.

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